En esto que estaba yo desprendiéndome de mi apéndice inalámbrico patentado por Microsoft cuando me veo inmersa nuevamente en un juego árido y sangriento no recomendado para menores. Pero que muestra niños indefensos en el peor de sus días. ¡Hay que sacarlos de allí! Pero... ni rastro de mando, lo que viene a significar que esta imagen no obedece a los movimientos ejecutados por mi mano: no da lugar a opción ni a elección. El vídeo es angustiosamente realista, nada sorprendente en los tiempos que corren, y dado que emana en dos dimensiones de un pequeño aparato inmóvil en mi cocina no puede ser otra cosa que eso; un vídeo parte de una trama creada tras cinco años de investigación de mercado, desmedida financiación y las mentes creativas más perturbadas de la generación de los 80.
Pero no. Tiene todo el morbo y la atmósfera irreal de un videojuego pero no lo es. Ni es virtual, ni tiene lo más mínimo de juego.
Después de 4 horas de consola ininterrumpida y con ese aura blanquecina que acompaña el cansancio ocular, observo meticulosamente la pantalla y el resto de caja que la convierte en un objeto reconocible (es una antigüedad; de las que tenían forma cúbica). Reconozco también las franjas azules con letras blancas sombreadas que indican que no soy víctima de un experimento viral de la programación publicitaria ni tampoco un espectador desprevenido de la última secuela de El día de mañana.
Son los informativos, con sus sumarios de noticias apocalípticas que se suceden y su brutal segmentación de noticias en bloques de 30 segundos. Como un menú de difíciles misiones a realizar, de largas horas de juego postergadas a momentos de ocio. Como escenas que sólo existen en la medida en que tu vista vislumbre y tus movimientos permitan, en la medida en la que hayan sido programados para ello. Con personajes secundarios y terciarios que sólo interactúan contigo en lo que tardas en cruzar la calle, y que luego se desvanecen al haber cumplido su misión de decorado. Personajes primarios que lo intentan, fracasan y vuelven a reiniciar la partida reencarnados en nuevos personajes llenos de vitalidad pero arropados socialmente por un halo de pesimismo, como el que empieza la partida convencido de que no conseguirá acabarla sin haber perdido al menos una vida.
Y al final de todo, de tanta tensión acumulada, de que te duelan los dedos, la espalda y la cabeza, tras una purgatoria transición de tres segundos llegan las noticias meteorológicas, una metáfora brillante sobre el amanecer, el vídeo final en el que la historia queda resuelta y ya no hay posibilidad de errar porque todo escapa de nuestras manos. El juego ha acabado y lo que desde aquí acontezca ya carece de sentido porque nosotros no lo veremos. Así se despide la horrenda sucesión diaria de violencia de género, abuso sexual, maltrato animal, contaminación, delitos fiscales, corrupción y demás actos de maleantes: con el porcentaje de humedad de 3% que habrá mañana a la hora de llevar los niños al cole...
Los niños indefensos son personajes que siguen vivos pero de los que nos desentendemos una vez superado el juego. Ya no estamos tras la pantalla así que no somos conscientes del resto de su vida. Hasta el próximo capítulo que protagonicen.
No se si tanta semejanza entre videojuegos e informativos es cosa mía, pero mantengo que la televisión busca tanto la audiencia y se ve tan condicionada por el cronómetro que llega a alternar no sin cierto surrealismo la noticia más lacerante con las vacaciones de la realeza en Menorca, o a mostrar un cadáver cubierto en mitad de la acera y acto seguido un análisis estadístico reciente sobre que las mujeres españolas toman más el sol.
Y al final el problema no es tanto que los videojuegos se parezcan demasiado a la realidad, sino que la realidad se muestre muy parecida a los videojuegos...